Sortilegios. Escapes de luna llena.
Derrames de deseos. Tentación.
Besos bien dichos. Palabras que son dedos.
Contacto húmedo. Aspiración.
Arder hasta desbocar el dominio. Sensibilidad extrema.
Respiración. Resbalar entre enredos.
Introducción. Desenlace. Savia. Hechizo.
martes, 8 de noviembre de 2016
jueves, 3 de noviembre de 2016
Muerte y Fantasía
“Mi alma está hecha
de luz y tinieblas. No sabe de brumas”
Victoria Ocampo
Suplicó
una señal. Encontró un hueco.
El
silencio la atornillaba a sus pensamientos más oscuros, doblegando su voluntad
a un sofá derruido. El trueno hizo temblar la estantería de las copas de
cristal. Sucia. Patética. Postergada por ella misma. Razonaba lo acontecido,
una y otra vez. Setecientas veces siete. Hasta que la distraían las voces de la
calle o el ladrido del perro del vecino. La exasperaban. Solitariamente
vagabunda en sus cuatro paredes.
Sin
escapatoria.
Todo
había comenzado un lunes feriado, a la tarde, la ciudad dormía la siesta. El
gris del cielo desparramaba somnolencia. Ella caminaba, distraída, acumulando
esperanzas. Estaba convencida de que algo sucedería que le cambiaría la vida,
se lo había adivinado una gitana. En una esquina típica del centro porteño
había un bar con sus mesas en la vereda. Lo vio, desde lejos, morocho, piel
bronceada por sus antepasados, artista callejero. Envolvía a los transeúntes
con su melodía. Tocaba el bandoneón. No le pegaba el instrumento con su imagen.
Ella eligió la mesa más cerca para observarlo sin interrupciones. Pero, al poco
tiempo, no pasó desapercibida su mirada elocuente, él se le acercó.
Le
regaló dos sonrisas y una flor de papel.
La
tarde se oscureció con la noche, él se retiró de escena. Ella se encontró vacía.
Pero no se desanimó. Sabía que era él quien llenaría sus páginas de palabras
amorosas y su cama de sexo enternecedor. Debería volver a encontrarlo para
confirmar lo que ya estaba escrito. Su historia de amor.
Domingo,
mediodía de feria, los artesanos estaban armando sus puestos, para comenzar las
ventas. Estampas de un día soleado. Ella, entrecruzaba miradas sin ver. Compró
un jugo de naranja, hacía calor. Y, se sentó en el cordón de la vereda, sin
saber qué hacer después. Un sonido, a lo lejos, la estremeció. Era él que se
acercaba con su bandoneón. Se paró frente a ella.
Él le
regaló dos sonrisas y una flor de papel.
Con
el tumulto de gente, él se fue sin que ella lo viera.
Ella
quedó vacía, sin historia. Sin embargo convencida de que era él lo buscó por
todos los rincones de la bendita metrópoli. Lo descubrió tocando en el andén de
la terminal de ómnibus. Se acercó puso un billete en su gorra.
Él
le regaló dos sonrisas y una flor de papel.
Falsificado.
Falso. Encuadres. Caramelos encantados. Ilusiones prófugas. Acantilados
propios. Azúcar. Enjambre. Malversación de emociones. Jugos. Distinción.
Dimensión. Descarrilada. Enmarcada. Distorsionada. Enjaulada. Entibiada. Fría.
Atravesada. Dulces acribillados.
El
canasto estaba abierto, tenía unas frutas podridas, se las había olvidado.
Ruidos
indecentes se filtraban por la ventana de la vecina del fondo. La mareaban.
Quería descubrirse ahí, entre sábanas, con él. Enroscada en esa aventura
escrita para ellos. ¿O, simplemente, escrita por ella?
En
el departamento no había nadie. El olor traspasaba el pasillo. Entraron
forzando la puerta, en la cama solo había cuatro sonrisas y dos flores.
“Mátame, espléndido
y sombrío amor, si ves perderse en mi alma la esperanza”
Silvina Ocampo
martes, 1 de noviembre de 2016
martes, 25 de octubre de 2016
Ella miraba
por la ventana. Lluvia.
Se entretuvo
mirando las hojas verdes de los árboles que comenzaron a mecerse, muy
lentamente.
Una música
bajita acunaban a las pequeñas gotas.
Pestañeaba
al compás del movimiento.
Escurría
agua por sus ojos.
Parecía tan
armonioso. Tan ajeno.
Una herida harta
de sangrar la dirigía.
Ya no podía
dibujarse. Ya no podía pensarse.
Ya no podía
amar. Ya no podía.
miércoles, 12 de octubre de 2016
Quietud Blanca
El ruido de la ciudad resulta tan próximo, tan
cercano, que se oye su roce contra la madera de las persianas. Se oye como si
atravesaran la habitación. Acaricio su cuerpo en ese ruido, en ese paso. El
mar, la inmensidad que se recoge, se aleja, vuelve.
Le había pedido que lo
hiciera otra vez y otra. Que me lo hiciera. Lo había hecho. Lo había hecho en
la untuosidad de la sangre. Y, en efecto, había sido hasta morir. Y ha sido
para morirse.
MARGUERITE DURAS
Tu
quietud me intrigaba hasta el orgasmo. Abriste los ojos, se veían muy
irritados, debería de ser por tenerlos tanto tiempo cerrados. Tus pestañas
estaban pintadas de blanco, igual que el resto de tu cara. Me invitaste a tu
único ambiente. Hicimos el amor, sin hablarnos. Tomamos alcohol de una botella
transparente, el efecto que producía al atravesar mi garganta me excitaba.
Comimos unas rodajas de pan lactal viejo, dos naranjas y una banana
asquerosamente podrida. Me dio unas arcadas espantosas. Estábamos tapados con
la frazada apolillada y te vi durmiendo. Tu cara flaca, con una barba
desordenada, desprolija y poca, tu nariz aguileña y la túnica que llevabas
puesta, me hacían acordar a la imagen de Jesús, me daba impresión.
Tu
nombre me lo dijiste varios días después. Estábamos flacos y malolientes. Al
principio sentía asco, pero después me fui acostumbrando. Para esa época me
tenía que venir la menstruación, a lo mejor por mi debilidad el flujo no tenía
fuerza para escabullirse por la entrepierna. Mejor. Así podíamos seguir jugando
con el sexo sin interrupciones sangrientas. Podía divisar el brillo del sol por
la ventana que daba al pulmón del edificio. Pared a vetas grises. Manchas
largas y finas. Como me sentía yo, larga y fina, se me caían los vaqueros y
padecía un fuerte mareo al moverme. Las naranjas y el pan se terminaron
enseguida pero botellas de alcohol con ese gusto dulzón áspero y conmovedor
había más. Me ardía la vagina de tanto que me la metiste. Fue después de mi
grito desgarrador pero poco sonoro cuando nos quedamos dormidos tantas horas.
"No
nos hace falta nada, necesitamos vivir hasta consumirnos, hasta agotarnos de
pasión, hasta humillarnos delante del otro. O estás conmigo o no lo
estás". Era muy loco pero muy tentador. Era muy exagerado pero muy
romántico. Era muy misterioso pero en mí causaba fascinación.
No
me animé a quedarme más tiempo, me fui cuando dormías. Trastabillaba al
caminar. Vi un agujero inmundo. Vi oscuridad. Escuché sirenas y palabras
ahogadas. Escuché silencio.
Volví.
Me acosté a tu lado, te abracé fuerte para no caerme. Ahora sólo me queda
esperar el final. Descubrí que el amor existe, es real y tiene forma de
estatua.
lunes, 3 de octubre de 2016
Sin aliento
Treinta y tres grados a la sombra. Buenos Aires Buenos Aires era caldo hirviente. No estaba para hacer aeróbic. Pero
había hecho la promesa de comenzar una vida sana, comida vegetariana, nada de
manteca ni azúcar ni alcohol. Cereales, salvado, avena. Sobre todo soja. Agua,
dos o tres litros por día. A la mañana tenía que levantarse con una sonrisa y
decirse a sí mismo: "yo puedo", "es posible", "sé cómo
hacerlo" y "me lo merezco". Debía olvidarse de desayunar con
medialunas y café negro. Yogur diet con hierro, una rodaja de pan de centeno y
un jugo de pomelo. No estaba acostumbrado, todo lo contrario. Protagonista de
una vida atropellada, bulliciosa y volcánica. Trasnochador, amante del alcohol,
cigarros, grasas y todo lo que aumente el colesterol. Su gran debilidad era el
chocolate. En cualquiera de sus formas, con cualquier consistencia, en
cualquier lugar. El chocolate lo hacía vulnerable. Helados, tortas y mouse... ese que cuando hundía la
cuchara le hacía sentir la presencia de sus instintos más salvajes. Sólo era
cuestión de encontrar la mujer apropiada para iniciar el juego erótico del
sabor.
Compró su equipo:
shorcito, remera sin mangas, porta botella y vincha para sujetar su pelo
semilargo. Fachero, un poco de panza.
Había corrido dos cuadras
y sus músculos no daban más pero la meta era, por lo menos, ocho kilómetros.
Caminó un poco. Su estado era el de una persona que había terminado una maratón
cuando sintió el perfume, ráfaga que pasó por su lado, erguida, sin
transpiración, paso armónico, espalda derecha, glúteos redondos perfectos. No
pudo evitarlo, la siguió acompasando el trote. Y uno y dos y tres y cuatro...
Otra vez. Y uno y dos y tres y cuatro. Se había olvidado de sus dolores. La
mirada la mantenía fija entre las piernas y la cola y una melena rubia atrapada
en un cordón blanco. Armonía perfecta.
No miraba el camino ni la
gente ni la nada. Sólo quería untar esos muslos con chocolate y con la lengua
sacárselo lentamente, mientras con las manos desvestir ese cuerpo bronceado.
Tetas firmes, panza chata. Mujer única, irrepetible. "No corras más, no te
resistas".
Las gotas de sudor
mojaban su nuca corriendo por la espalda formando un camino por la remera
blanca sin mangas. "Seguro de que toda ella está húmeda. ¿Y si la invito a
tomar un helado de chocolate? No, mejor una barra de cereal con leche de soja.
Dejá de correr. Ni siquiera se dio vuelta una sola vez. ¿Se habrá dado cuenta
de que estoy detrás de ella? ¿Sabrá que ya no siento las piernas ni mi
respiración y que estoy ardiendo por tenerla en mi cama? Ella y yo. Sin ropa,
sin carreras, sin tiempos. Con mi masculinidad sumergida en su femineidad. ¡No
se cansa nunca! ¿Le gustará el chocolate?"
"Uy, está bebiendo.
Su perfil es digno de una alteza, su boca... Como me gustaría sentir tus sabores,
reconocer tus gustos y adivinar tus sueños".
El trote era lento,
apenas rozaban el piso con sus zapatillas. Uno estaba al lado del otro. Él pudo
observar su escote profundo, sus pechos prominentes, sus labios carnosos y
húmedos. "Quiero morir salvajemente entre tus piernas"
Ella paró la marcha, él
quedó respirando detrás, casi rozándola.
Olió el perfume de su piel, el aroma a bronceador, el fresco de su
aliento. La imaginó en con una bata de gasa transparente sensual, desnuda,
esperándolo, ofreciéndole las cualidades más sublimes del placer. Mientras ella
elongaba, él se desparramó en el pasto. Ella para empezar de nuevo, él no podía
recuperar el aliento. Lo miró, caminó hacia él y sin detenerse dijo:
- ¿No te tomarías un
helado de chocolate?- era la voz más dulce y sensual que jamás había escuchado.
"¿Dijo
chocolate?" Él no tenía noción ni razón, su cuerpo no le pertenecía. Sus
músculos estaban acalambrados, intentaba desesperadamente decir: "¡Si
quiero!" pero no podía emitir sonido. Sólo atino a levantar la cabeza
intentando enfocar esa imagen escapada de la mitología que desaparecía entre
los autos.
jueves, 29 de septiembre de 2016
Juegos a la hora de la siesta
El miedo los atropelló sin dejarles capacidad de reacción.
Los dos se habían cerrado a todo, la nada fue su única
conexión. El trabajo, la cotidianeidad, las situaciones particulares los
alejaban, cada día más. Ya no había espacio para que se descubrieran.
Una tarde, rara gris inapropiada, esos momentos después del
almuerzo, en los cuales, la fiaca se mezcla con el no sé qué, los dos, ¿sin
saberlo? tuvieron la misma intención.
Después de un café, cada uno en su casa, recostados en un
sillón, unos minutos de relax antes de volver a trabajar. Cerraron los ojos.
Dejaron que sus cuerpos hablaran por ellos.
Ahí estaban, el uno con el otro, escape íntimo. Bastó el
roce de manos, el primer beso, para sentir lo que jamás se habían permitido.
Melodía de seres ardientes.
Mirarse en la profundidad de la esencia, converger en la sensibilidad,
extasiarse en la carne.
Ternura, excitación, ritmos alocados, sonoridad, lentitud
para sujetar, explorar, gemir, suplicar, adivinar, escabullirse para retomar. Reunirse
en la misma fantasía.
La tensión les hizo abrir los ojos. El deseo los invitó a
pararse. El amor les mostró la puerta. Parados, cada uno en su casa, se
miraron, no hicieron falta las palabras. Solo era cuestión de dar ese primer
paso para no poder soltarse más.
miércoles, 21 de septiembre de 2016
Fragmento de mi novela "Infierno en la Tierra, piruetas en el Cielo".
Dejó la pava con el agua para el mate. Se acomodó el delantal del uniforme y caminó deslizándose. A pesar de que en la casa no había nadie -Doña Ana había salido a tomar el té en "Las Violetas"-, no le gustaba levantar sospechas.
Fue hacia la ventana, esa que daba sobre el costado, la de la calle empedrada, de tono gris. Sin árboles, con veredas prolijas. Ambigua, misteriosa. Una cortada.
Corro apenas la cortina para que no me descubran y espío. Está todo listo, los acordes de "Fumando espero" lejanos, se diluyen en el aire. Mientras ellos se preparan, arreglos en los cabellos y en la ropa, yo también lo hago. Sonidos de las sillas que raspan contra el piso. Puntualmente comienza la clase de tango. Espacio libre.
Ahí estaban el uno y el otro. Ella de negro fourreau ajustado, ligas, medias de seda con costura, taco aguja y una gargantilla de terciopelo que partía su cuello en dos y él... Él con un traje rayado impecable, zapatos brillantes y un peinado dibujado con gomina. Muy varonil.
“Tendida en el sillón, soñar y amar,
Ver a mi amado solícito y galante...”
- Mantener el frente - se oye desde lejos. ¿Lejos de adentro o lejos de afuera?
Elegancia y fluidez. Juego de complicidad.
Desde la ventana, sigo con mis piernas las piernas de él. Me quito las alpargatas y con mi pie izquierdo desnudo me acaricio la pantorrilla. Estiro mi brazo al compás y giro la cabeza cuando él lo hace. Busco siempre encontrarme nuevamente de frente.
Sentía el perfume embriagador, insinuante de pensamientos vedados, anhelados y desconocidos. Contemplaba esos brazos largos, especiales, esos que podían atraparla en un apretón. "No es un sentimiento, es un abrazo que se baila".
Mano de acero, pero con guante blanco.
Pertenezco a ese lugar oculto, el cual me hace gritar y apretar y gritar y apretar. Tiro los brazos hacia atrás y me desespero hasta deshacerme en un suspiro. Te espero.
“Sentir sus labios besar con besos sabios
Y el devaneo sentir con más deseos...”
Cuando abrió los ojos su uniforme estaba desabrochado, mostrando una enagua transparente. Se podían descubrir sus jóvenes formas femeninas, recorridas una y otra vez por sus suaves yemas. No veía pero estaban con él, quien la sostenía a ella, la ajustada de negro, con hombría; quien me sostiene a mí, la de enagua adherente, con suavidad y elegancia. Una con él desde acá y otra con él desde allá. Las dos con él. Las dos con el mismo. Las dos, una.
Marisa, desde la ventana, sentía ardor, pasión, ángel. Mi ángel, mi dulce ángel. Quiero que vengas a rescatarme. La refilada sin ropa. El voleo sin escrúpulos. Quiero morir de deseo. Quiero vestirme de negro y desvestirme de placer. Quiero vestirme de placer y desvestirme de negro. Quiero engancharme en un nudo entre tus dedos y mis manos, entre tus muslos y los míos. Quiero dedicarte mi ser para que vos lo descubras, lo abras y lo penetres por primera vez.
“Dame el humo de tu boca
Dame que así me vuelves loca,
Corre que quiero enloquecer de placer...”
Ella gemía de goce, sin notar que la clase había concluido. La sorprendió el sonido del timbre.
Desde la ventana, observó la soledad pasmosa de la calle y el salón vacío.
“Sintiendo ese calor del humo embriagador
Que acaba por prender
La llama ardiente del amor”.
Suspiró, se reprochó por haberse dejado llevar por la pasión, el mal. El diablo, como decía la abuela. Se arregló el flequillo y abrió la puerta.
Su enagua transparente vio un traje a rayas que le decía: "Yo también te vi. Te escuché, vine a rescatarte. Ya sos mía".
Marisa caminó por la calle, estaba sola. Compró el diario, pan para la cena y una canasta llena de frutas. Su paso era lento y en su cara se notaba una sonrisa ambigua.
Fue hacia la ventana, esa que daba sobre el costado, la de la calle empedrada, de tono gris. Sin árboles, con veredas prolijas. Ambigua, misteriosa. Una cortada.
Corro apenas la cortina para que no me descubran y espío. Está todo listo, los acordes de "Fumando espero" lejanos, se diluyen en el aire. Mientras ellos se preparan, arreglos en los cabellos y en la ropa, yo también lo hago. Sonidos de las sillas que raspan contra el piso. Puntualmente comienza la clase de tango. Espacio libre.
Ahí estaban el uno y el otro. Ella de negro fourreau ajustado, ligas, medias de seda con costura, taco aguja y una gargantilla de terciopelo que partía su cuello en dos y él... Él con un traje rayado impecable, zapatos brillantes y un peinado dibujado con gomina. Muy varonil.
“Tendida en el sillón, soñar y amar,
Ver a mi amado solícito y galante...”
- Mantener el frente - se oye desde lejos. ¿Lejos de adentro o lejos de afuera?
Elegancia y fluidez. Juego de complicidad.
Desde la ventana, sigo con mis piernas las piernas de él. Me quito las alpargatas y con mi pie izquierdo desnudo me acaricio la pantorrilla. Estiro mi brazo al compás y giro la cabeza cuando él lo hace. Busco siempre encontrarme nuevamente de frente.
Sentía el perfume embriagador, insinuante de pensamientos vedados, anhelados y desconocidos. Contemplaba esos brazos largos, especiales, esos que podían atraparla en un apretón. "No es un sentimiento, es un abrazo que se baila".
Mano de acero, pero con guante blanco.
Pertenezco a ese lugar oculto, el cual me hace gritar y apretar y gritar y apretar. Tiro los brazos hacia atrás y me desespero hasta deshacerme en un suspiro. Te espero.
“Sentir sus labios besar con besos sabios
Y el devaneo sentir con más deseos...”
Cuando abrió los ojos su uniforme estaba desabrochado, mostrando una enagua transparente. Se podían descubrir sus jóvenes formas femeninas, recorridas una y otra vez por sus suaves yemas. No veía pero estaban con él, quien la sostenía a ella, la ajustada de negro, con hombría; quien me sostiene a mí, la de enagua adherente, con suavidad y elegancia. Una con él desde acá y otra con él desde allá. Las dos con él. Las dos con el mismo. Las dos, una.
Marisa, desde la ventana, sentía ardor, pasión, ángel. Mi ángel, mi dulce ángel. Quiero que vengas a rescatarme. La refilada sin ropa. El voleo sin escrúpulos. Quiero morir de deseo. Quiero vestirme de negro y desvestirme de placer. Quiero vestirme de placer y desvestirme de negro. Quiero engancharme en un nudo entre tus dedos y mis manos, entre tus muslos y los míos. Quiero dedicarte mi ser para que vos lo descubras, lo abras y lo penetres por primera vez.
“Dame el humo de tu boca
Dame que así me vuelves loca,
Corre que quiero enloquecer de placer...”
Ella gemía de goce, sin notar que la clase había concluido. La sorprendió el sonido del timbre.
Desde la ventana, observó la soledad pasmosa de la calle y el salón vacío.
“Sintiendo ese calor del humo embriagador
Que acaba por prender
La llama ardiente del amor”.
Suspiró, se reprochó por haberse dejado llevar por la pasión, el mal. El diablo, como decía la abuela. Se arregló el flequillo y abrió la puerta.
Su enagua transparente vio un traje a rayas que le decía: "Yo también te vi. Te escuché, vine a rescatarte. Ya sos mía".
Marisa caminó por la calle, estaba sola. Compró el diario, pan para la cena y una canasta llena de frutas. Su paso era lento y en su cara se notaba una sonrisa ambigua.
lunes, 12 de septiembre de 2016
"No es
tener sexo lo que cuenta, sino tener deseo. Hay demasiada gente que tiene sexo
sin deseo. Todas esas mujeres escritoras hablan tan mal del tema, cuando es un
mundo que a una le cae encima. Yo he sabido desde niña que el universo de la
sexualidad era fabuloso, enorme. Y mi vida no ha hecho sino confirmarlo.
Me interesa
lo que se encuentra en el origen del erotismo, el deseo. Lo que no se puede, y
quizás no se debe, apaciguar con el sexo. El deseo es una actividad latente y
en eso se parece a la escritura: se desea como se escribe, siempre."
Marguerite
Duras, entrevista en Le Nouvel Observateur, 14 de noviembre de 1986.-
jueves, 8 de septiembre de 2016
Fragmento de mi novela "Infierno en la Tierra, Piruetas en el Cielo"
La lluvia le salpicaba la cara a través de la abertura; su cuerpo desnudo tenía piel de gallina por el deseo ferviente que la atormentaba y el aparato, entre sus manos que la hacía delirar. No tanto, por saber qué hacía la vieja con semejante instrumento, sino para verificar por sí misma, qué era realmente, cómo funcionaba, si se sentía algo, si las vibraciones dañaban esa tela mágica. A pesar de sus ruegos, llantos y recuerdos, era dramáticamente virgen. Nada había traspasado ese pasaje,
oscuro, pegajoso e intacto. Solo sus dedos tímidamente lo habían investigado pero sin llegar muy adentro.
Miró su imagen desnuda en el espejo del placard, no estaba nada mal; flaca pero eso le daba un aire fantasmal bastante agradable. La piel tersa y blanca le hacía juego con el pelo negro y brilloso. Sus ojos cada vez estaban más celestes y sus piernas delgadas y largas le daban buena figura. Sus pechos no eran pequeños, tampoco grandes, justo el tamaño exacto para una mano masculina. Sus pies con dedos machucados de tanto andar en alpargatas y las manos, ni hablar, se les notaba el uso de la lavandina y los detergentes. Ese instrumento seguía adherido a su palma derecha, no se lo podía despegar. Al final se animó y lo encendió, el cosquilleo le traspasó la piel hasta sentirlo por todo el
cuerpo. Mirándose al espejo, lo acomodó debajo de su piernas, justo, exactamente donde debía ubicarlo. Empezó a subirlo sin dejar de ver la imagen de ella con las piernas abiertas y ese especie de pequeño tren que iba a meterse en la cueva, y atrás la imagen de la vieja, totalmente alcoholizada y dormida. Cuando estuvo a punto de introducirlo, volvió a mirarse, volvió a mirar a la vieja. Miró el aparato, la vieja, el aparato de la vieja, la vieja aparato. No quiero ser igual que ella. Lo tiró en el
baúl. Somos tan diferentes. ¿Somos diferentes?
Decidió tomar un baño.
oscuro, pegajoso e intacto. Solo sus dedos tímidamente lo habían investigado pero sin llegar muy adentro.
Miró su imagen desnuda en el espejo del placard, no estaba nada mal; flaca pero eso le daba un aire fantasmal bastante agradable. La piel tersa y blanca le hacía juego con el pelo negro y brilloso. Sus ojos cada vez estaban más celestes y sus piernas delgadas y largas le daban buena figura. Sus pechos no eran pequeños, tampoco grandes, justo el tamaño exacto para una mano masculina. Sus pies con dedos machucados de tanto andar en alpargatas y las manos, ni hablar, se les notaba el uso de la lavandina y los detergentes. Ese instrumento seguía adherido a su palma derecha, no se lo podía despegar. Al final se animó y lo encendió, el cosquilleo le traspasó la piel hasta sentirlo por todo el
cuerpo. Mirándose al espejo, lo acomodó debajo de su piernas, justo, exactamente donde debía ubicarlo. Empezó a subirlo sin dejar de ver la imagen de ella con las piernas abiertas y ese especie de pequeño tren que iba a meterse en la cueva, y atrás la imagen de la vieja, totalmente alcoholizada y dormida. Cuando estuvo a punto de introducirlo, volvió a mirarse, volvió a mirar a la vieja. Miró el aparato, la vieja, el aparato de la vieja, la vieja aparato. No quiero ser igual que ella. Lo tiró en el
baúl. Somos tan diferentes. ¿Somos diferentes?
Decidió tomar un baño.
Fragmento de mi novela "Infierno en la Tierra, Piruetas en el Cielo"
Siento tus manos ásperas sobre mis muslos, me acariciás en forma lenta y firme. Abro los ojos y te veo, mirándome. Vuelvo a cerrar los ojos, te incorporás en cuclillas, me das vuelta, me dejás boca hacia arriba, estiro los brazos hacia atrás. Recorrés mi cuerpo debajo del vestido. Escucho el ruido al cinturón, y al pantalón que cae sobre el piso. Siento tu talento sobre mis piernas y tus manos sobre mi cuello.
martes, 6 de septiembre de 2016
Dedos.
Caricias. Un cuerpo. Ganas. Recorrido. Dedos. Caricias. Un cuerpo. Ganas.
Deseo. Un cuerpo. Dedos. Humedad. Recuerdos. El. Ella. Un cuerpo. Dedos. Poses.
Abierto. Cerrado. Ella. El. Un cuerpo. Dedos. Humedad. Ganas. Caricias.
Recorrido. Transpiración. Ella. El. El. Ella. Un cuerpo. Ganas. Deseo. Humedad.
Recorrido. Explosión. Grito. Llanto. Un cuerpo. Ella.
Coiffeur
Una mañana, Clara fue a comprobar su número en la
quiniela y sacó cincuenta pesos con el catorce, el borracho, su cuñado. Podía
contarlo como lo hacía habitualmente, podía no compartirlo con regalos para los
chicos o cenas en familias, podía ocultarlo. Podía gastarlo en ella.
Se bañó, se puso desodorante,
perfume, buscó su mejor ropa interior. Un corpiño armado que le habían regalado
para el Día de la Madre, "me queda exagerado, yo tengo mucho busto".
"Lo tenés muy caído, y esto te lo levanta". Hizo caso, miraba para
abajo y sólo veía la forma de sus senos voluptuosos. Suspiró incómoda. Vaqueros
apretados, camiseta blanca, zapatillas y campera de jean. Partió rumbo a su
debut.
Cordialmente le preguntaron que se
quería hacer y ella fascinada contestó: "de todo". La invitaron a
pasar a un cuarto donde le dieron una bata blanca, le ofrecieron sacarse la
ropa, "si no después acá te morís de calor". Obediente, intrigada y
vergonzosa acató las órdenes.
Se sentó en un sillón muy cómodo,
frente a un espejo muy alcahuete, el cual le delineaba, perfectamente, el
inicio y el fin de cada arruga. Sonrió, intentando pensar en otra cosa.
"¿Café, una revista?". "Las dos cosas".
- ¡Hola, soy Alberto!. ¿Qué puedo
hacer por vos?- mientras le hablaba acariciaba su pelo, moviéndolo en varias
direcciones.
Las palabras no le salían de la
boca, ella era toda sensaciones. Nadie la había tocado de esa manera. El
movimiento le abrió la bata, ella sólo cerró los ojos. No podía hilar nada de
lo que le decía. Sonaba a un bolero de Luis Miguel, bailado, interpretado y
tocado por Alberto. Sólo quería aceptar el momento. Caricias insinuantes,
gemidos imaginarios, pensamientos prohibidos.
El agua tibia corría por su cabeza,
su nuca, apenas rozaba el rostro. EL aroma a manzanas le hacía sentir que toda
ella era una calentura. Los dedos suaves masajeaban en forma circular su cuero
cabelludo, erizando su piel en todo el cuerpo. Agua y dedos. "¡Quiero
más!. No te detangas". El masaje recorría desde la nuca hasta la frente,
haciendo hincapié en las sienes. Ella apretaba sus piernas, encontrando a
través del movimiento, unas ganas espantosas de tener sexo. "Desvestime,
acariciame. Moja cada parte de mi cuerpo".
Sin emitir sonido, ya casi al borde
de un orgasmo inconcluso, obediente se dirigió hasta el mismo sillón frente al
mismo espejo.
Ella inclinó su cabeza, él tiró toda
su cabellera hacia adelante y el extremo de ésta, cayó justo sobre sus pechos
prominentes. Él, con un movimiento sorprendente, casi sin tocarla, rozaba el
peine y la tijera sobre su cabello, pasando una y otra vez sobre sus pezones.
Rígidos.
"Él sabe que yo sé y yo sé que
él sabe y ninguno de los dos hace nada por evitarlo. Y a mí me encanta que él
sepa que yo sé que él sabe".
Cruzó las piernas intentando sentir el
sexo ardiente, expectante, húmedo.
El sonido de las tijeras le parecían
el bolero de Ravel y las manos de él, poesía. De pronto sintió un aire cálido.
Aire caliente, muy caliente. Las manos de él entraban y salían de su pelo, el
cable del secador entraba y salía de su entrepierna. Cerró los ojos y vio su
imagen desnuda en el espejo alcahuete, masturbándose ingenua y salvajemente.
"Por favor, quiero terminar una y mil veces. Quiero que me hagas temblar,
suplicar, rogar".
- Muy bien, querida. Fijate cómo te
quedó, a ver si te gusta.
Un corte moderno estilo
"pendeja sufrida" impactó su imagen contra el espejo. Las lágrimas le
llegaban al ombligo, los cincuenta pesos del premio de la quiniela no le
alcanzaron y no pudo llegar al orgasmo.
Alberto la miraba satisfecho.
- Ese toque masculino, te queda
sublime.
sábado, 3 de septiembre de 2016
Suspiros
Encontrarte en mi descuido, esta noche, embriagada de deseo.
Es un sacrilegio. Es una irreverencia. Pero, hoy acá
estás. Estás en mi cuerpo. En
mi humedad. Estás acá conmigo, Escándalo en la soledad. Tocarme hasta embriagarme de caprichos. Contactos, tactos, suavidad, cavidad permitida. Imaginarte para acabarme. Identidad en mi misma. Suspiros. ¿Tuyos o míos?
Noche de vino, blues y vos
Tu mirada. Mi cielo. Si
pudiera hacerte aparecer entre mi imaginación y el sentirte me enloquece hasta
el grito sin poder gritar.
Suena un blues, bebo un
vino, me abro la blusa, quiero que me acaricies, juegues con la lengua, vivas
en mí; mientras yo, te huelo, perfume a hombre. Me derrite, delira, seduce. Me hace
implorar. Estoy rendida al placer inequívoco del sexo.
Quiero estallar. Quiero
que estalles. Quiero regalarte una noche, dentro de las mil y una noche. Una
noche indeleble, hasta inmortal. Porque cuando de imaginar se trata, todo puede
ser, durar, espaciarse hasta la eternidad.
Entrecruzados en un
enredo carnal. Las pieles se erizan, la lujuria juega con nosotros. Me
estremezco. Te siento entrar. El paraíso existe y tiene tu voz. Tus susurros me
hacen temblar. Tu sexo dentro de mi sexo, me hace vibrar hasta tiritar de
placer. Somos una amalgama acabada. Somos vos y yo.
Jadeos, apretones, un
estrujón de culminación. Nos evaporamos, estallamos, detonamos, nos abrimos
hasta el punto exacto, donde todo es erupción. Sublime. Un tono de muerte.
El pecado de la carne
Como todos
los días, Beatriz levantó la persiana. El sol era indigno para el mes de julio.
Ella se sentía insignificante ante semejante claridad. Vivía mustia. Era una
mujer de unos cincuenta años, gordita y carnicera por vocación. Su marido le
había enseñado todo su amor por los cortes, los cuchillos, las clientas y el
lema: "sin ninguna mosca". Se sentía orgullosa de seguir con el
negocio de su esposo. Él le había aconsejado que tuviera un ayudante. Sólo uno.
Tenía que ser muy cautelosa a quién tomaba. "Con referencias. Siempre una
carta de presentación es buen indicio. Pero eso sí, nunca lo dejes en la caja y
menos, pero mucho menos, a cargo de la carnicería", le parecía todavía
escuchar la voz áspera con tonada de su querido italiano.
Esa mañana, a pesar del frío, vestía
una escotada camisa amarilla. Impecable y poco discreta. Regó sus plantas,
acomodó las jaulas de los pajaritos en el árbol de la calle y puso el agua para
el mate. A los pocos minutos llegó su auxiliar. El quinto que tomaba en el
último mes. Ninguno le venía bien. Su marido la había hecho muy desconfiada y
miedosa.
Una
de esas tardes de lluvia, cuando las almas se deprimen y se aburren; él le
había pedido que le hiciera una promesa: "promete, Beatriz, por favor, que
yo voy a ser el único hombre en tu vida. Él único. Aunque me muera, me vas a
seguir siendo fiel". Se lo prometió. No tenía mucha noción de cómo podían
suceder las circunstancias venideras, tampoco tenía idea de lugares y de
tiempos. Estaban aburridos contemplando la lluvia por el ventanal y el momento
tenía sensación de eternidad. ¿Por qué las cosas podían cambiar? Beatriz se
había casado virgen. Él fue el primero y el exclusivo.
La pava con su silbido singular le
avisó que el agua ya no estaba para el mate, hervía. La tiró por la rejilla de
atrás y volvió a calentarla. Mientras tanto sacudía la yerba. Pedro, después de
cambiarse, se acercó y le dio un beso muy sugestivo de buenos días. A pesar de
ella misma, se encontró mirándolo varias veces. El pelo renegrido brillaba por
los rayos que filtraban a través de la vidriera. Los ojos cómplices con el sol
se aclaraban. Verde espejo, donde ella podía reflejarse, viéndose hermosa. Los
brazos y hombros corpulentos armonizaban con sus uñas comidas y su aliento a
mentol. Era un inconfundible espécimen de la raza masculina. Un macho de buena
cepa.
Pascual
era también un digno ejemplar, pero era otra cosa. Petiso y fornido. Unos
bigotes finitos le daban un tono caricaturesco a su cara redonda y graciosa. La
virilidad no era su condición más destacada.
El
agua estaba a punto. Cebo mate y puso la radio de música pop. Cosas de
juventud. Los juegos sugerentes que Pedro sutilmente utilizaba sin tocarla y
casi sin mirarla, la hacían sentir más bonita. Deseable. A Pedro, el torso le
quedaba al desnudo sobre el delantal, eso lo hacía más atractivo. Él se dirigió
a la cámara frigorífica y comenzó a cortar una media res. El ruido a cuchillos
y el movimiento de sus músculos le provocaron un escalofrío. Él lo notó, la
miró a los ojos y ella, hipnotizada, se dejó llevar por sus instintos y se paró
provocativamente cerca. Los dos respiraban el deseo del otro.
Beatriz luchaba contra su impulso y
su juramento: "no voy a mirar a ningún hombre, aunque vos no estés más conmigo". Sin embargo la mirada de Pedro le
transmitía una fuerza aterciopelada con ansías de deseo incontrolable. Ella no
debía. "No debo, no puedo". Temía que Pascual desde donde estuviera
se vengara sin piedad. Y le hiciera sentir el rigor de la falta de palabra.
Pedro
olía a desodorante barato y pegajoso. Envolvente. "Perdona nuestros
pecados". Pascual olía a Old Spice
para después de afeitarse. "Pésame Dios mío, me arrepiento de todo
corazón". Pedro la tomó del brazo y le susurró al oído: "dejate
llevar". Beatriz cerró los ojos y se imaginó ese cuerpo desnudo, perfecto
y emocionantemente armonioso. Sentía, fantaseaba y disfrutaba. "Dale, sé
buenita, no seas arisca, si te morís de ganas", la voz le combinaba con la
rudeza de sus modales, con los dedos de los pies, con el calor que emanaban sus
palabras. Abrazos, besos en el cuello. Ella sentía vértigo y una pasión
incontrolable. "¿Existirá la venganza de los muertos?" Beatriz miró
hacia arriba buscando, desesperadamente, una respuesta y lo único que encontró
fue carne. Carne roja, amenazante, ensangrentada. Así iba a quedar ella si se
dejaba llevar por su impulso. Lo había prometido.
"Dios mío, ¿cómo hago para
aguantar? ¿La revancha será instantánea o vendrá después de un tiempo?"
Volvió a mirar hacia arriba intentando pensar más fríamente. Frío congelado
como esa carne muerta. Muerta, esa era la palabra. "Encontraron a una
mujer muerta, asesinada por el fantasma de su marido". Ridículo. Los
fantasmas no existen. "¿Y si eso es mentira?"
"Dale muñequita, vos también
tenés ganas, se te nota, vamos pa' l
fondo". Pedro tenía pasión, se le reflejaba en los ojos. Energía agreste
escondida detrás de miradas potentes. Pascual era diferente, a través de los
anteojitos, apenas se veían dos ojos
achinados por culpa de los cachetes redondos y rosados. "No debo, no puedo", se repetía
Beatriz; sin embargo, su cuerpo acompañaba el paso de Pedro, quien la llevaba
hacia la piecita. A su marido nunca le gustó ese lugar. "No hace falta
tener eso abierto, incita al tentación". Ella ardía de lujuria, moría por
ese capricho, se dejaba matar por deseo. "¿Valía la pena?" Qué mala
costumbre que había adquirido, para todo titubeaba. Antes no.
Pedro era un delirio de sensaciones.
Caricias y juegos escandalosos. "Mi princesa", escuchó una voz opaca.
Su marido la llamaba siempre así. "Mi princesa", retumbó la voz
remota. ¿Había sido Pedro, quién la llamó así? Princesa vestida con sedas y
gasas, princesa con perlas y descalza. Princesa de príncipes y alabanzas.
"Mi princesa".
Ardor
descontrolado. Dolor lacerante. Horror endemoniado. Así se sentía Beatriz.
Puerca. Estaba medio desvestida sobre la cama de la pieza del fondo cuando vio
que Pedro se le acercaba. "Perdóname, Dios mío me arrepiento de todo
corazón"...
- Eh, doña, terminé. ¿Quiere que
barra la vereda o limpie los vidrios? Sólo
atinó a taparse el corpiño blanco con flores celeste que le habían regalado
para Navidad. Sonrió, miró la foto de su marido, quien (según ella), le estaba
guiñando un ojo. Cómplice otra vez de su cobardía. Obediente y reprimida como
él siempre la quiso.
-
Hacé lo que quieras, Pedro. La vereda o los vidrios... Lo que quieras- fueron
las únicas palabras que pudo pronunciar.
Yo también
Un
cigarrillo colgado de mis labios y un perfume. Ese perfume. La lluvia sólo
logra que te extrañe más. Apenas me dejaste, cerré los ojos y antes de que las
sensaciones desaparecieran de mi cuerpo, intenté guardarlas en mí intactas.
Sabía que no iba a durar mucho, éramos lo que suelen llamar un encuentro
prohibido, equivocado. Único.
Tus dedos
largos y ágiles recorrieron mis formas una y otra vez, enloqueciendo mis
instintos más ocultos, ignorados. Más, más. No me reconocía suplicando no te detengas,
quiero conocerme, descubrir los secretos salvajes, dormidos todos estos años.
Mujer
recatada, ciudadana honorífica, estudiante perfecta. Amante de cuarta, hasta
que te vi frente a mí, en el subte. Siempre pensé que en ese lugar oscuro, bajo
tierra, convivían espíritus defectuosos. El calor agobiante hacía que tu frente
estuviera húmeda, igual que mis entrepiernas, sólo por mirarte. No distinguía
nada. Tus ojos color hierba, tus manos. Desabrochaste tu camisa y me invitaste,
sin hablar, a que te siguiera. Recorrimos el andén, subimos las escaleras. Ni
siquiera pude reaccionar al impacto del sol sobre el asfalto. Te seguí. Ardía.
El olor a
frito del bar y la suciedad no me hicieron frenar. Llegamos a un amplio salón
deshabitado y a los baños. El olor a desinfectante barato me dio una arcada. No
podía descomponerme, quería terminar. Otra puerta, la abriste, me tomaste de la
mano.
Parada,
enfrenté tu mirada, eras tan especial. No me acuerdo quién le sacó la ropa
primero a quién. Ese cuarto oscuro. Latas, cajones, frascos grasientos.
Me besaste
lentamente, usando tu lengua me enloqueciste. No sabía qué hacer, me sentía una
inexperta ante tanto talento. Casi sin espacio. Mi manía de la perfección se
había disuelto y mi vergüenza temo si algún día existió.
Calor
sofocante. Escándalo. Ritual esotérico, culpas escondidas. Ritmo deseado,
respiración acompasada, orgasmo infinito.
Te escuché
decir, sos divina.
Te ví
vestirte y cerrar la puerta.
Me quedé
sola entre olores nauseabundos. Desprotegida y extasiada. Me vestí lentamente, vi
mi rostro en el espejo manchado. Me maquillé. Rouge, rimmel. Damas.
Lo único
que me dijiste fue tu nombre.
Yo también
me llamo María.
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