Treinta y tres grados a la sombra. Buenos Aires Buenos Aires era caldo hirviente. No estaba para hacer aeróbic. Pero
había hecho la promesa de comenzar una vida sana, comida vegetariana, nada de
manteca ni azúcar ni alcohol. Cereales, salvado, avena. Sobre todo soja. Agua,
dos o tres litros por día. A la mañana tenía que levantarse con una sonrisa y
decirse a sí mismo: "yo puedo", "es posible", "sé cómo
hacerlo" y "me lo merezco". Debía olvidarse de desayunar con
medialunas y café negro. Yogur diet con hierro, una rodaja de pan de centeno y
un jugo de pomelo. No estaba acostumbrado, todo lo contrario. Protagonista de
una vida atropellada, bulliciosa y volcánica. Trasnochador, amante del alcohol,
cigarros, grasas y todo lo que aumente el colesterol. Su gran debilidad era el
chocolate. En cualquiera de sus formas, con cualquier consistencia, en
cualquier lugar. El chocolate lo hacía vulnerable. Helados, tortas y mouse... ese que cuando hundía la
cuchara le hacía sentir la presencia de sus instintos más salvajes. Sólo era
cuestión de encontrar la mujer apropiada para iniciar el juego erótico del
sabor.
Compró su equipo:
shorcito, remera sin mangas, porta botella y vincha para sujetar su pelo
semilargo. Fachero, un poco de panza.
Había corrido dos cuadras
y sus músculos no daban más pero la meta era, por lo menos, ocho kilómetros.
Caminó un poco. Su estado era el de una persona que había terminado una maratón
cuando sintió el perfume, ráfaga que pasó por su lado, erguida, sin
transpiración, paso armónico, espalda derecha, glúteos redondos perfectos. No
pudo evitarlo, la siguió acompasando el trote. Y uno y dos y tres y cuatro...
Otra vez. Y uno y dos y tres y cuatro. Se había olvidado de sus dolores. La
mirada la mantenía fija entre las piernas y la cola y una melena rubia atrapada
en un cordón blanco. Armonía perfecta.
No miraba el camino ni la
gente ni la nada. Sólo quería untar esos muslos con chocolate y con la lengua
sacárselo lentamente, mientras con las manos desvestir ese cuerpo bronceado.
Tetas firmes, panza chata. Mujer única, irrepetible. "No corras más, no te
resistas".
Las gotas de sudor
mojaban su nuca corriendo por la espalda formando un camino por la remera
blanca sin mangas. "Seguro de que toda ella está húmeda. ¿Y si la invito a
tomar un helado de chocolate? No, mejor una barra de cereal con leche de soja.
Dejá de correr. Ni siquiera se dio vuelta una sola vez. ¿Se habrá dado cuenta
de que estoy detrás de ella? ¿Sabrá que ya no siento las piernas ni mi
respiración y que estoy ardiendo por tenerla en mi cama? Ella y yo. Sin ropa,
sin carreras, sin tiempos. Con mi masculinidad sumergida en su femineidad. ¡No
se cansa nunca! ¿Le gustará el chocolate?"
"Uy, está bebiendo.
Su perfil es digno de una alteza, su boca... Como me gustaría sentir tus sabores,
reconocer tus gustos y adivinar tus sueños".
El trote era lento,
apenas rozaban el piso con sus zapatillas. Uno estaba al lado del otro. Él pudo
observar su escote profundo, sus pechos prominentes, sus labios carnosos y
húmedos. "Quiero morir salvajemente entre tus piernas"
Ella paró la marcha, él
quedó respirando detrás, casi rozándola.
Olió el perfume de su piel, el aroma a bronceador, el fresco de su
aliento. La imaginó en con una bata de gasa transparente sensual, desnuda,
esperándolo, ofreciéndole las cualidades más sublimes del placer. Mientras ella
elongaba, él se desparramó en el pasto. Ella para empezar de nuevo, él no podía
recuperar el aliento. Lo miró, caminó hacia él y sin detenerse dijo:
- ¿No te tomarías un
helado de chocolate?- era la voz más dulce y sensual que jamás había escuchado.
"¿Dijo
chocolate?" Él no tenía noción ni razón, su cuerpo no le pertenecía. Sus
músculos estaban acalambrados, intentaba desesperadamente decir: "¡Si
quiero!" pero no podía emitir sonido. Sólo atino a levantar la cabeza
intentando enfocar esa imagen escapada de la mitología que desaparecía entre
los autos.
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