martes, 25 de octubre de 2016

Ella miraba por la ventana. Lluvia.
Se entretuvo mirando las hojas verdes de los árboles que comenzaron a mecerse, muy lentamente.
Una música bajita acunaban a las pequeñas gotas.
Pestañeaba al compás del movimiento.
Escurría agua por sus ojos.
Parecía tan armonioso. Tan ajeno.
Una herida harta de sangrar la dirigía.
Ya no podía dibujarse. Ya no podía pensarse.

Ya no podía amar. Ya no podía. 

miércoles, 12 de octubre de 2016

Quietud Blanca


El ruido de la ciudad resulta tan próximo, tan cercano, que se oye su roce contra la madera de las persianas. Se oye como si atravesaran la habitación. Acaricio su cuerpo en ese ruido, en ese paso. El mar, la inmensidad que se recoge, se aleja, vuelve.
            Le había pedido que lo hiciera otra vez y otra. Que me lo hiciera. Lo había hecho. Lo había hecho en la untuosidad de la sangre. Y, en efecto, había sido hasta morir. Y ha sido para morirse. 
MARGUERITE DURAS


Tu quietud me intrigaba hasta el orgasmo. Abriste los ojos, se veían muy irritados, debería de ser por tenerlos tanto tiempo cerrados. Tus pestañas estaban pintadas de blanco, igual que el resto de tu cara. Me invitaste a tu único ambiente. Hicimos el amor, sin hablarnos. Tomamos alcohol de una botella transparente, el efecto que producía al atravesar mi garganta me excitaba. Comimos unas rodajas de pan lactal viejo, dos naranjas y una banana asquerosamente podrida. Me dio unas arcadas espantosas. Estábamos tapados con la frazada apolillada y te vi durmiendo. Tu cara flaca, con una barba desordenada, desprolija y poca, tu nariz aguileña y la túnica que llevabas puesta, me hacían acordar a la imagen de Jesús, me daba impresión. 
Tu nombre me lo dijiste varios días después. Estábamos flacos y malolientes. Al principio sentía asco, pero después me fui acostumbrando. Para esa época me tenía que venir la menstruación, a lo mejor por mi debilidad el flujo no tenía fuerza para escabullirse por la entrepierna. Mejor. Así podíamos seguir jugando con el sexo sin interrupciones sangrientas. Podía divisar el brillo del sol por la ventana que daba al pulmón del edificio. Pared a vetas grises. Manchas largas y finas. Como me sentía yo, larga y fina, se me caían los vaqueros y padecía un fuerte mareo al moverme. Las naranjas y el pan se terminaron enseguida pero botellas de alcohol con ese gusto dulzón áspero y conmovedor había más. Me ardía la vagina de tanto que me la metiste. Fue después de mi grito desgarrador pero poco sonoro cuando nos quedamos dormidos tantas horas.
"No nos hace falta nada, necesitamos vivir hasta consumirnos, hasta agotarnos de pasión, hasta humillarnos delante del otro. O estás conmigo o no lo estás". Era muy loco pero muy tentador. Era muy exagerado pero muy romántico. Era muy misterioso pero en mí causaba fascinación.
No me animé a quedarme más tiempo, me fui cuando dormías. Trastabillaba al caminar. Vi un agujero inmundo. Vi oscuridad. Escuché sirenas y palabras ahogadas. Escuché silencio.
Volví. Me acosté a tu lado, te abracé fuerte para no caerme. Ahora sólo me queda esperar el final. Descubrí que el amor existe, es real y tiene forma de estatua.


lunes, 3 de octubre de 2016

Sin aliento

Treinta y tres grados a la sombra. Buenos Aires Buenos Aires era caldo hirviente. No estaba para hacer aeróbic. Pero había hecho la promesa de comenzar una vida sana, comida vegetariana, nada de manteca ni azúcar ni alcohol. Cereales, salvado, avena. Sobre todo soja. Agua, dos o tres litros por día. A la mañana tenía que levantarse con una sonrisa y decirse a sí mismo: "yo puedo", "es posible", "sé cómo hacerlo" y "me lo merezco". Debía olvidarse de desayunar con medialunas y café negro. Yogur diet con hierro, una rodaja de pan de centeno y un jugo de pomelo. No estaba acostumbrado, todo lo contrario. Protagonista de una vida atropellada, bulliciosa y volcánica. Trasnochador, amante del alcohol, cigarros, grasas y todo lo que aumente el colesterol. Su gran debilidad era el chocolate. En cualquiera de sus formas, con cualquier consistencia, en cualquier lugar. El chocolate lo hacía vulnerable. Helados, tortas y mouse... ese que cuando hundía la cuchara le hacía sentir la presencia de sus instintos más salvajes. Sólo era cuestión de encontrar la mujer apropiada para iniciar el juego erótico del sabor. 
Compró su equipo: shorcito, remera sin mangas, porta botella y vincha para sujetar su pelo semilargo. Fachero, un poco de panza.
Había corrido dos cuadras y sus músculos no daban más pero la meta era, por lo menos, ocho kilómetros. Caminó un poco. Su estado era el de una persona que había terminado una maratón cuando sintió el perfume, ráfaga que pasó por su lado, erguida, sin transpiración, paso armónico, espalda derecha, glúteos redondos perfectos. No pudo evitarlo, la siguió acompasando el trote. Y uno y dos y tres y cuatro... Otra vez. Y uno y dos y tres y cuatro. Se había olvidado de sus dolores. La mirada la mantenía fija entre las piernas y la cola y una melena rubia atrapada en un cordón blanco. Armonía perfecta.
No miraba el camino ni la gente ni la nada. Sólo quería untar esos muslos con chocolate y con la lengua sacárselo lentamente, mientras con las manos desvestir ese cuerpo bronceado. Tetas firmes, panza chata. Mujer única, irrepetible. "No corras más, no te resistas".
Las gotas de sudor mojaban su nuca corriendo por la espalda formando un camino por la remera blanca sin mangas. "Seguro de que toda ella está húmeda. ¿Y si la invito a tomar un helado de chocolate? No, mejor una barra de cereal con leche de soja. Dejá de correr. Ni siquiera se dio vuelta una sola vez. ¿Se habrá dado cuenta de que estoy detrás de ella? ¿Sabrá que ya no siento las piernas ni mi respiración y que estoy ardiendo por tenerla en mi cama? Ella y yo. Sin ropa, sin carreras, sin tiempos. Con mi masculinidad sumergida en su femineidad. ¡No se cansa nunca! ¿Le gustará el chocolate?"
"Uy, está bebiendo. Su perfil es digno de una alteza, su boca... Como me gustaría sentir tus sabores, reconocer tus gustos y adivinar tus sueños".
El trote era lento, apenas rozaban el piso con sus zapatillas. Uno estaba al lado del otro. Él pudo observar su escote profundo, sus pechos prominentes, sus labios carnosos y húmedos. "Quiero morir salvajemente entre tus piernas"
Ella paró la marcha, él quedó respirando detrás, casi rozándola.  Olió el perfume de su piel, el aroma a bronceador, el fresco de su aliento. La imaginó en con una bata de gasa transparente sensual, desnuda, esperándolo, ofreciéndole las cualidades más sublimes del placer. Mientras ella elongaba, él se desparramó en el pasto. Ella para empezar de nuevo, él no podía recuperar el aliento. Lo miró, caminó hacia él y sin detenerse dijo:
- ¿No te tomarías un helado de chocolate?- era la voz más dulce y sensual que jamás había escuchado.

"¿Dijo chocolate?" Él no tenía noción ni razón, su cuerpo no le pertenecía. Sus músculos estaban acalambrados, intentaba desesperadamente decir: "¡Si quiero!" pero no podía emitir sonido. Sólo atino a levantar la cabeza intentando enfocar esa imagen escapada de la mitología que desaparecía entre los autos.