martes, 8 de noviembre de 2016

Sortilegios. Escapes de luna llena. 
Derrames de deseos. Tentación. 
Besos bien dichos. Palabras que son dedos.
Contacto húmedo. Aspiración. 
Arder hasta desbocar el dominio. Sensibilidad extrema. 
Respiración. Resbalar entre enredos.
Introducción. Desenlace. Savia. Hechizo.

jueves, 3 de noviembre de 2016

Muerte y Fantasía

Mi alma está hecha de luz y tinieblas. No sabe de brumas
Victoria Ocampo

Suplicó una señal. Encontró un hueco.
El silencio la atornillaba a sus pensamientos más oscuros, doblegando su voluntad a un sofá derruido. El trueno hizo temblar la estantería de las copas de cristal. Sucia. Patética. Postergada por ella misma. Razonaba lo acontecido, una y otra vez. Setecientas veces siete. Hasta que la distraían las voces de la calle o el ladrido del perro del vecino. La exasperaban. Solitariamente vagabunda en sus cuatro paredes.
Sin escapatoria.
Todo había comenzado un lunes feriado, a la tarde, la ciudad dormía la siesta. El gris del cielo desparramaba somnolencia. Ella caminaba, distraída, acumulando esperanzas. Estaba convencida de que algo sucedería que le cambiaría la vida, se lo había adivinado una gitana. En una esquina típica del centro porteño había un bar con sus mesas en la vereda. Lo vio, desde lejos, morocho, piel bronceada por sus antepasados, artista callejero. Envolvía a los transeúntes con su melodía. Tocaba el bandoneón. No le pegaba el instrumento con su imagen. Ella eligió la mesa más cerca para observarlo sin interrupciones. Pero, al poco tiempo, no pasó desapercibida su mirada elocuente, él se le acercó.
Le regaló dos sonrisas y una flor de papel.
La tarde se oscureció con la noche, él se retiró de escena. Ella se encontró vacía. Pero no se desanimó. Sabía que era él quien llenaría sus páginas de palabras amorosas y su cama de sexo enternecedor. Debería volver a encontrarlo para confirmar lo que ya estaba escrito. Su historia de amor.
Domingo, mediodía de feria, los artesanos estaban armando sus puestos, para comenzar las ventas. Estampas de un día soleado. Ella, entrecruzaba miradas sin ver. Compró un jugo de naranja, hacía calor. Y, se sentó en el cordón de la vereda, sin saber qué hacer después. Un sonido, a lo lejos, la estremeció. Era él que se acercaba con su bandoneón. Se paró frente a ella.
Él le regaló dos sonrisas y una flor de papel.
Con el tumulto de gente, él se fue sin que ella lo viera.
Ella quedó vacía, sin historia. Sin embargo convencida de que era él lo buscó por todos los rincones de la bendita metrópoli. Lo descubrió tocando en el andén de la terminal de ómnibus. Se acercó puso un billete en su gorra.
Él le regaló dos sonrisas y una flor de papel.
Falsificado. Falso. Encuadres. Caramelos encantados. Ilusiones prófugas. Acantilados propios. Azúcar. Enjambre. Malversación de emociones. Jugos. Distinción. Dimensión. Descarrilada. Enmarcada. Distorsionada. Enjaulada. Entibiada. Fría. Atravesada. Dulces acribillados.

El canasto estaba abierto, tenía unas frutas podridas, se las había olvidado.
Ruidos indecentes se filtraban por la ventana de la vecina del fondo. La mareaban. Quería descubrirse ahí, entre sábanas, con él. Enroscada en esa aventura escrita para ellos. ¿O, simplemente, escrita por ella?
En el departamento no había nadie. El olor traspasaba el pasillo. Entraron forzando la puerta, en la cama solo había cuatro sonrisas y dos flores.

Mátame, espléndido y sombrío amor, si ves perderse en mi alma la esperanza
Silvina Ocampo


martes, 1 de noviembre de 2016

Si el azar es el único destino, te invito a que juguemos. Quién te dice entre tanta "azarosidad" nos animemos. Y en el despliegue, el miedo quede cautivo.
Embriagarme en tus escondites para descubrirme en el infinito conjuro del placer. Rescostarme en tu hombro para saber sin entender. Deslizarme en tu cuerpo. Los miedos se hacen carne. Las heridas son caricias. Y el hoy es este instante.

martes, 25 de octubre de 2016

Ella miraba por la ventana. Lluvia.
Se entretuvo mirando las hojas verdes de los árboles que comenzaron a mecerse, muy lentamente.
Una música bajita acunaban a las pequeñas gotas.
Pestañeaba al compás del movimiento.
Escurría agua por sus ojos.
Parecía tan armonioso. Tan ajeno.
Una herida harta de sangrar la dirigía.
Ya no podía dibujarse. Ya no podía pensarse.

Ya no podía amar. Ya no podía. 

miércoles, 12 de octubre de 2016

Quietud Blanca


El ruido de la ciudad resulta tan próximo, tan cercano, que se oye su roce contra la madera de las persianas. Se oye como si atravesaran la habitación. Acaricio su cuerpo en ese ruido, en ese paso. El mar, la inmensidad que se recoge, se aleja, vuelve.
            Le había pedido que lo hiciera otra vez y otra. Que me lo hiciera. Lo había hecho. Lo había hecho en la untuosidad de la sangre. Y, en efecto, había sido hasta morir. Y ha sido para morirse. 
MARGUERITE DURAS


Tu quietud me intrigaba hasta el orgasmo. Abriste los ojos, se veían muy irritados, debería de ser por tenerlos tanto tiempo cerrados. Tus pestañas estaban pintadas de blanco, igual que el resto de tu cara. Me invitaste a tu único ambiente. Hicimos el amor, sin hablarnos. Tomamos alcohol de una botella transparente, el efecto que producía al atravesar mi garganta me excitaba. Comimos unas rodajas de pan lactal viejo, dos naranjas y una banana asquerosamente podrida. Me dio unas arcadas espantosas. Estábamos tapados con la frazada apolillada y te vi durmiendo. Tu cara flaca, con una barba desordenada, desprolija y poca, tu nariz aguileña y la túnica que llevabas puesta, me hacían acordar a la imagen de Jesús, me daba impresión. 
Tu nombre me lo dijiste varios días después. Estábamos flacos y malolientes. Al principio sentía asco, pero después me fui acostumbrando. Para esa época me tenía que venir la menstruación, a lo mejor por mi debilidad el flujo no tenía fuerza para escabullirse por la entrepierna. Mejor. Así podíamos seguir jugando con el sexo sin interrupciones sangrientas. Podía divisar el brillo del sol por la ventana que daba al pulmón del edificio. Pared a vetas grises. Manchas largas y finas. Como me sentía yo, larga y fina, se me caían los vaqueros y padecía un fuerte mareo al moverme. Las naranjas y el pan se terminaron enseguida pero botellas de alcohol con ese gusto dulzón áspero y conmovedor había más. Me ardía la vagina de tanto que me la metiste. Fue después de mi grito desgarrador pero poco sonoro cuando nos quedamos dormidos tantas horas.
"No nos hace falta nada, necesitamos vivir hasta consumirnos, hasta agotarnos de pasión, hasta humillarnos delante del otro. O estás conmigo o no lo estás". Era muy loco pero muy tentador. Era muy exagerado pero muy romántico. Era muy misterioso pero en mí causaba fascinación.
No me animé a quedarme más tiempo, me fui cuando dormías. Trastabillaba al caminar. Vi un agujero inmundo. Vi oscuridad. Escuché sirenas y palabras ahogadas. Escuché silencio.
Volví. Me acosté a tu lado, te abracé fuerte para no caerme. Ahora sólo me queda esperar el final. Descubrí que el amor existe, es real y tiene forma de estatua.


lunes, 3 de octubre de 2016

Sin aliento

Treinta y tres grados a la sombra. Buenos Aires Buenos Aires era caldo hirviente. No estaba para hacer aeróbic. Pero había hecho la promesa de comenzar una vida sana, comida vegetariana, nada de manteca ni azúcar ni alcohol. Cereales, salvado, avena. Sobre todo soja. Agua, dos o tres litros por día. A la mañana tenía que levantarse con una sonrisa y decirse a sí mismo: "yo puedo", "es posible", "sé cómo hacerlo" y "me lo merezco". Debía olvidarse de desayunar con medialunas y café negro. Yogur diet con hierro, una rodaja de pan de centeno y un jugo de pomelo. No estaba acostumbrado, todo lo contrario. Protagonista de una vida atropellada, bulliciosa y volcánica. Trasnochador, amante del alcohol, cigarros, grasas y todo lo que aumente el colesterol. Su gran debilidad era el chocolate. En cualquiera de sus formas, con cualquier consistencia, en cualquier lugar. El chocolate lo hacía vulnerable. Helados, tortas y mouse... ese que cuando hundía la cuchara le hacía sentir la presencia de sus instintos más salvajes. Sólo era cuestión de encontrar la mujer apropiada para iniciar el juego erótico del sabor. 
Compró su equipo: shorcito, remera sin mangas, porta botella y vincha para sujetar su pelo semilargo. Fachero, un poco de panza.
Había corrido dos cuadras y sus músculos no daban más pero la meta era, por lo menos, ocho kilómetros. Caminó un poco. Su estado era el de una persona que había terminado una maratón cuando sintió el perfume, ráfaga que pasó por su lado, erguida, sin transpiración, paso armónico, espalda derecha, glúteos redondos perfectos. No pudo evitarlo, la siguió acompasando el trote. Y uno y dos y tres y cuatro... Otra vez. Y uno y dos y tres y cuatro. Se había olvidado de sus dolores. La mirada la mantenía fija entre las piernas y la cola y una melena rubia atrapada en un cordón blanco. Armonía perfecta.
No miraba el camino ni la gente ni la nada. Sólo quería untar esos muslos con chocolate y con la lengua sacárselo lentamente, mientras con las manos desvestir ese cuerpo bronceado. Tetas firmes, panza chata. Mujer única, irrepetible. "No corras más, no te resistas".
Las gotas de sudor mojaban su nuca corriendo por la espalda formando un camino por la remera blanca sin mangas. "Seguro de que toda ella está húmeda. ¿Y si la invito a tomar un helado de chocolate? No, mejor una barra de cereal con leche de soja. Dejá de correr. Ni siquiera se dio vuelta una sola vez. ¿Se habrá dado cuenta de que estoy detrás de ella? ¿Sabrá que ya no siento las piernas ni mi respiración y que estoy ardiendo por tenerla en mi cama? Ella y yo. Sin ropa, sin carreras, sin tiempos. Con mi masculinidad sumergida en su femineidad. ¡No se cansa nunca! ¿Le gustará el chocolate?"
"Uy, está bebiendo. Su perfil es digno de una alteza, su boca... Como me gustaría sentir tus sabores, reconocer tus gustos y adivinar tus sueños".
El trote era lento, apenas rozaban el piso con sus zapatillas. Uno estaba al lado del otro. Él pudo observar su escote profundo, sus pechos prominentes, sus labios carnosos y húmedos. "Quiero morir salvajemente entre tus piernas"
Ella paró la marcha, él quedó respirando detrás, casi rozándola.  Olió el perfume de su piel, el aroma a bronceador, el fresco de su aliento. La imaginó en con una bata de gasa transparente sensual, desnuda, esperándolo, ofreciéndole las cualidades más sublimes del placer. Mientras ella elongaba, él se desparramó en el pasto. Ella para empezar de nuevo, él no podía recuperar el aliento. Lo miró, caminó hacia él y sin detenerse dijo:
- ¿No te tomarías un helado de chocolate?- era la voz más dulce y sensual que jamás había escuchado.

"¿Dijo chocolate?" Él no tenía noción ni razón, su cuerpo no le pertenecía. Sus músculos estaban acalambrados, intentaba desesperadamente decir: "¡Si quiero!" pero no podía emitir sonido. Sólo atino a levantar la cabeza intentando enfocar esa imagen escapada de la mitología que desaparecía entre los autos.

jueves, 29 de septiembre de 2016

Juegos a la hora de la siesta

El miedo los atropelló sin dejarles capacidad de reacción.
Los dos se habían cerrado a todo, la nada fue su única conexión. El trabajo, la cotidianeidad, las situaciones particulares los alejaban, cada día más. Ya no había espacio para que se descubrieran.
Una tarde, rara gris inapropiada, esos momentos después del almuerzo, en los cuales, la fiaca se mezcla con el no sé qué, los dos, ¿sin saberlo? tuvieron la misma intención.
Después de un café, cada uno en su casa, recostados en un sillón, unos minutos de relax antes de volver a trabajar. Cerraron los ojos. Dejaron que sus cuerpos hablaran por ellos.
Ahí estaban, el uno con el otro, escape íntimo. Bastó el roce de manos, el primer beso, para sentir lo que jamás se habían permitido.
Melodía de seres ardientes.
Mirarse en la profundidad de la esencia, converger en la sensibilidad, extasiarse en la carne.
Ternura, excitación, ritmos alocados, sonoridad, lentitud para sujetar, explorar, gemir, suplicar, adivinar, escabullirse para retomar. Reunirse en la misma fantasía.

La tensión les hizo abrir los ojos. El deseo los invitó a pararse. El amor les mostró la puerta. Parados, cada uno en su casa, se miraron, no hicieron falta las palabras. Solo era cuestión de dar ese primer paso para no poder soltarse más. 

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Fragmento de mi novela "Infierno en la Tierra, piruetas en el Cielo".

Dejó la pava con el agua para el mate. Se acomodó el delantal del uniforme y caminó deslizándose. A pesar de que en la casa no había nadie -Doña Ana había salido a tomar el té en "Las Violetas"-, no le gustaba levantar sospechas.
Fue hacia la ventana, esa que daba sobre el costado, la de la calle empedrada, de tono gris. Sin árboles, con veredas prolijas. Ambigua, misteriosa. Una cortada.
Corro apenas la cortina para que no me descubran y espío. Está todo listo, los acordes de "Fumando espero" lejanos, se diluyen en el aire. Mientras ellos se preparan, arreglos en los cabellos y en la ropa, yo también lo hago. Sonidos de las sillas que raspan contra el piso. Puntualmente comienza la clase de tango. Espacio libre.
Ahí estaban el uno y el otro. Ella de negro fourreau ajustado, ligas, medias de seda con costura, taco aguja y una gargantilla de terciopelo que partía su cuello en dos y él... Él con un traje rayado impecable, zapatos brillantes y un peinado dibujado con gomina. Muy varonil.
“Tendida en el sillón, soñar y amar,
Ver a mi amado solícito y galante...”
- Mantener el frente - se oye desde lejos. ¿Lejos de adentro o lejos de afuera?
Elegancia y fluidez. Juego de complicidad.
Desde la ventana, sigo con mis piernas las piernas de él. Me quito las alpargatas y con mi pie izquierdo desnudo me acaricio la pantorrilla. Estiro mi brazo al compás y giro la cabeza cuando él lo hace. Busco siempre encontrarme nuevamente de frente.
Sentía el perfume embriagador, insinuante de pensamientos vedados, anhelados y desconocidos. Contemplaba esos brazos largos, especiales, esos que podían atraparla en un apretón. "No es un sentimiento, es un abrazo que se baila".
 Mano de acero, pero con guante blanco.
Pertenezco a ese lugar oculto, el cual me hace gritar y apretar y gritar y apretar. Tiro los brazos hacia atrás y me desespero hasta deshacerme en un suspiro. Te espero.
“Sentir sus labios besar con besos sabios
Y el devaneo sentir con más deseos...”

Cuando abrió los ojos su uniforme estaba desabrochado, mostrando una enagua transparente. Se podían descubrir sus jóvenes formas femeninas, recorridas una y otra vez por sus suaves yemas. No veía pero estaban con él, quien la sostenía a ella, la ajustada de negro, con hombría; quien me sostiene a mí, la de enagua adherente, con suavidad y elegancia. Una con él desde acá y otra con él desde allá. Las dos con él. Las dos con el mismo. Las dos, una.

Marisa, desde la ventana, sentía ardor, pasión, ángel. Mi ángel, mi dulce ángel. Quiero que vengas a rescatarme. La refilada sin ropa. El voleo sin escrúpulos. Quiero morir de deseo. Quiero vestirme de negro y desvestirme de placer. Quiero vestirme de placer y desvestirme de negro. Quiero engancharme en un nudo entre tus dedos y mis manos, entre tus muslos y los míos. Quiero dedicarte mi ser para que vos lo descubras, lo abras y lo penetres por primera vez.


“Dame el humo de tu boca
Dame que así me vuelves loca,
Corre que quiero enloquecer de placer...”
Ella gemía de goce, sin notar que la clase había concluido. La sorprendió el sonido del timbre.
Desde la ventana, observó la soledad pasmosa de la calle y el salón vacío.
“Sintiendo ese calor del humo embriagador
Que acaba por prender
La llama ardiente del amor”.
Suspiró, se reprochó por haberse dejado llevar por la pasión, el mal. El diablo, como decía la abuela. Se arregló el flequillo y abrió la puerta.
Su enagua transparente vio un traje a rayas que le decía: "Yo también te vi. Te escuché, vine a rescatarte. Ya sos mía".

Marisa caminó por la calle, estaba sola. Compró el diario, pan para la cena y una canasta llena de frutas. Su paso era lento y en su cara se notaba una sonrisa ambigua.


lunes, 12 de septiembre de 2016

"No es tener sexo lo que cuenta, sino tener deseo. Hay demasiada gente que tiene sexo sin deseo. Todas esas mujeres escritoras hablan tan mal del tema, cuando es un mundo que a una le cae encima. Yo he sabido desde niña que el universo de la sexualidad era fabuloso, enorme. Y mi vida no ha hecho sino confirmarlo.
Me interesa lo que se encuentra en el origen del erotismo, el deseo. Lo que no se puede, y quizás no se debe, apaciguar con el sexo. El deseo es una actividad latente y en eso se parece a la escritura: se desea como se escribe, siempre."


Marguerite Duras, entrevista en Le Nouvel Observateur, 14 de noviembre de 1986.-

jueves, 8 de septiembre de 2016

Fragmento de mi novela "Infierno en la Tierra, Piruetas en el Cielo"

La lluvia le salpicaba la cara a través de la abertura; su cuerpo desnudo tenía piel de gallina por el deseo ferviente que la atormentaba y el aparato, entre sus manos que la hacía delirar. No tanto, por saber qué hacía la vieja con semejante instrumento, sino para verificar por sí misma, qué era realmente, cómo funcionaba, si se sentía algo, si las vibraciones dañaban esa tela mágica. A pesar de sus ruegos, llantos y recuerdos, era dramáticamente virgen. Nada había traspasado ese pasaje,
oscuro, pegajoso e intacto. Solo sus dedos tímidamente lo habían investigado pero sin llegar muy adentro.

Miró su imagen desnuda en el espejo del placard, no estaba nada mal; flaca pero eso le daba un aire fantasmal bastante agradable. La piel tersa y blanca le hacía juego con el pelo negro y brilloso. Sus ojos cada vez estaban más celestes y sus piernas delgadas y largas le daban buena figura. Sus pechos no eran pequeños, tampoco grandes, justo el tamaño exacto para una mano masculina. Sus pies con dedos machucados de tanto andar en alpargatas y las manos, ni hablar, se les notaba el uso de la lavandina y los detergentes. Ese instrumento seguía adherido a su palma derecha, no se lo podía despegar. Al final se animó y lo encendió, el cosquilleo le traspasó la piel hasta sentirlo por todo el
cuerpo. Mirándose al espejo, lo acomodó debajo de su piernas, justo, exactamente donde debía ubicarlo. Empezó a subirlo sin dejar de ver la imagen de ella con las piernas abiertas y ese especie de pequeño tren que iba a meterse en la cueva, y atrás la imagen de la vieja, totalmente alcoholizada y dormida. Cuando estuvo a punto de introducirlo, volvió a mirarse, volvió a mirar a la vieja. Miró el aparato, la vieja, el aparato de la vieja, la vieja aparato. No quiero ser igual que ella. Lo tiró en el
baúl. Somos tan diferentes. ¿Somos diferentes?
Decidió tomar un baño.

Fragmento de mi novela "Infierno en la Tierra, Piruetas en el Cielo"

Siento tus manos ásperas sobre mis muslos, me acariciás en forma lenta y firme. Abro los ojos y te veo, mirándome. Vuelvo a cerrar los ojos, te incorporás en cuclillas, me das vuelta, me dejás boca hacia arriba, estiro los brazos hacia atrás. Recorrés mi cuerpo debajo del vestido. Escucho el ruido al cinturón, y al pantalón que cae sobre el piso. Siento tu talento sobre mis piernas y tus manos sobre mi cuello.

martes, 6 de septiembre de 2016

Dedos. Caricias. Un cuerpo. Ganas. Recorrido. Dedos. Caricias. Un cuerpo. Ganas. Deseo. Un cuerpo. Dedos. Humedad. Recuerdos. El. Ella. Un cuerpo. Dedos. Poses. Abierto. Cerrado. Ella. El. Un cuerpo. Dedos. Humedad. Ganas. Caricias. Recorrido. Transpiración. Ella. El. El. Ella. Un cuerpo. Ganas. Deseo. Humedad. Recorrido. Explosión. Grito. Llanto. Un cuerpo. Ella.

Coiffeur


Una mañana, Clara fue a comprobar su número en la quiniela y sacó cincuenta pesos con el catorce, el borracho, su cuñado. Podía contarlo como lo hacía habitualmente, podía no compartirlo con regalos para los chicos o cenas en familias, podía ocultarlo. Podía gastarlo en ella.
            Se bañó, se puso desodorante, perfume, buscó su mejor ropa interior. Un corpiño armado que le habían regalado para el Día de la Madre, "me queda exagerado, yo tengo mucho busto". "Lo tenés muy caído, y esto te lo levanta". Hizo caso, miraba para abajo y sólo veía la forma de sus senos voluptuosos. Suspiró incómoda. Vaqueros apretados, camiseta blanca, zapatillas y campera de jean. Partió rumbo a su debut.
            Cordialmente le preguntaron que se quería hacer y ella fascinada contestó: "de todo". La invitaron a pasar a un cuarto donde le dieron una bata blanca, le ofrecieron sacarse la ropa, "si no después acá te morís de calor". Obediente, intrigada y vergonzosa acató las órdenes.
            Se sentó en un sillón muy cómodo, frente a un espejo muy alcahuete, el cual le delineaba, perfectamente, el inicio y el fin de cada arruga. Sonrió, intentando pensar en otra cosa. "¿Café, una revista?". "Las dos cosas".
            - ¡Hola, soy Alberto!. ¿Qué puedo hacer por vos?- mientras le hablaba acariciaba su pelo, moviéndolo en varias direcciones.
            Las palabras no le salían de la boca, ella era toda sensaciones. Nadie la había tocado de esa manera. El movimiento le abrió la bata, ella sólo cerró los ojos. No podía hilar nada de lo que le decía. Sonaba a un bolero de Luis Miguel, bailado, interpretado y tocado por Alberto. Sólo quería aceptar el momento. Caricias insinuantes, gemidos imaginarios, pensamientos prohibidos.
            El agua tibia corría por su cabeza, su nuca, apenas rozaba el rostro. EL aroma a manzanas le hacía sentir que toda ella era una calentura. Los dedos suaves masajeaban en forma circular su cuero cabelludo, erizando su piel en todo el cuerpo. Agua y dedos. "¡Quiero más!. No te detangas". El masaje recorría desde la nuca hasta la frente, haciendo hincapié en las sienes. Ella apretaba sus piernas, encontrando a través del movimiento, unas ganas espantosas de tener sexo. "Desvestime, acariciame. Moja cada parte de mi cuerpo".
            Sin emitir sonido, ya casi al borde de un orgasmo inconcluso, obediente se dirigió hasta el mismo sillón frente al mismo espejo.
            Ella inclinó su cabeza, él tiró toda su cabellera hacia adelante y el extremo de ésta, cayó justo sobre sus pechos prominentes. Él, con un movimiento sorprendente, casi sin tocarla, rozaba el peine y la tijera sobre su cabello, pasando una y otra vez sobre sus pezones. Rígidos.
            "Él sabe que yo sé y yo sé que él sabe y ninguno de los dos hace nada por evitarlo. Y a mí me encanta que él sepa que yo sé que él sabe".
            Cruzó las piernas intentando sentir el sexo ardiente, expectante, húmedo.
            El sonido de las tijeras le parecían el bolero de Ravel y las manos de él, poesía. De pronto sintió un aire cálido. Aire caliente, muy caliente. Las manos de él entraban y salían de su pelo, el cable del secador entraba y salía de su entrepierna. Cerró los ojos y vio su imagen desnuda en el espejo alcahuete, masturbándose ingenua y salvajemente. "Por favor, quiero terminar una y mil veces. Quiero que me hagas temblar, suplicar, rogar".

            - Muy bien, querida. Fijate cómo te quedó, a ver si te gusta.
            Un corte moderno estilo "pendeja sufrida" impactó su imagen contra el espejo. Las lágrimas le llegaban al ombligo, los cincuenta pesos del premio de la quiniela no le alcanzaron y no pudo llegar al orgasmo.
            Alberto la miraba satisfecho.
            - Ese toque masculino, te queda sublime.


sábado, 3 de septiembre de 2016

Suspiros

Encontrarte en mi descuido, esta noche, embriagada de deseo. Es un sacrilegio. Es una irreverencia. Pero, hoy acá estás. Estás en mi cuerpo. En mi humedad. Estás acá conmigo, Escándalo en la soledad. Tocarme hasta embriagarme de caprichos. Contactos, tactos, suavidad, cavidad permitida. Imaginarte para acabarme. Identidad en mi misma. Suspiros. ¿Tuyos o míos? 

Noche de vino, blues y vos

Tu mirada. Mi cielo. Si pudiera hacerte aparecer entre mi imaginación y el sentirte me enloquece hasta el grito sin poder gritar.
Suena un blues, bebo un vino, me abro la blusa, quiero que me acaricies, juegues con la lengua, vivas en mí; mientras yo, te huelo, perfume a hombre. Me derrite, delira, seduce. Me hace implorar. Estoy rendida al placer inequívoco del sexo.
Quiero estallar. Quiero que estalles. Quiero regalarte una noche, dentro de las mil y una noche. Una noche indeleble, hasta inmortal. Porque cuando de imaginar se trata, todo puede ser, durar, espaciarse hasta la eternidad.
Entrecruzados en un enredo carnal. Las pieles se erizan, la lujuria juega con nosotros. Me estremezco. Te siento entrar. El paraíso existe y tiene tu voz. Tus susurros me hacen temblar. Tu sexo dentro de mi sexo, me hace vibrar hasta tiritar de placer. Somos una amalgama acabada. Somos vos y yo.
Jadeos, apretones, un estrujón de culminación. Nos evaporamos, estallamos, detonamos, nos abrimos hasta el punto exacto, donde todo es erupción. Sublime. Un tono de muerte.

El pecado de la carne

Como todos los días, Beatriz levantó la persiana. El sol era indigno para el mes de julio. Ella se sentía insignificante ante semejante claridad. Vivía mustia. Era una mujer de unos cincuenta años, gordita y carnicera por vocación. Su marido le había enseñado todo su amor por los cortes, los cuchillos, las clientas y el lema: "sin ninguna mosca". Se sentía orgullosa de seguir con el negocio de su esposo. Él le había aconsejado que tuviera un ayudante. Sólo uno. Tenía que ser muy cautelosa a quién tomaba. "Con referencias. Siempre una carta de presentación es buen indicio. Pero eso sí, nunca lo dejes en la caja y menos, pero mucho menos, a cargo de la carnicería", le parecía todavía escuchar la voz áspera con tonada de su querido italiano.
            Esa mañana, a pesar del frío, vestía una escotada camisa amarilla. Impecable y poco discreta. Regó sus plantas, acomodó las jaulas de los pajaritos en el árbol de la calle y puso el agua para el mate. A los pocos minutos llegó su auxiliar. El quinto que tomaba en el último mes. Ninguno le venía bien. Su marido la había hecho muy desconfiada y miedosa.
Una de esas tardes de lluvia, cuando las almas se deprimen y se aburren; él le había pedido que le hiciera una promesa: "promete, Beatriz, por favor, que yo voy a ser el único hombre en tu vida. Él único. Aunque me muera, me vas a seguir siendo fiel". Se lo prometió. No tenía mucha noción de cómo podían suceder las circunstancias venideras, tampoco tenía idea de lugares y de tiempos. Estaban aburridos contemplando la lluvia por el ventanal y el momento tenía sensación de eternidad. ¿Por qué las cosas podían cambiar? Beatriz se había casado virgen. Él fue el primero y el exclusivo.
            La pava con su silbido singular le avisó que el agua ya no estaba para el mate, hervía. La tiró por la rejilla de atrás y volvió a calentarla. Mientras tanto sacudía la yerba. Pedro, después de cambiarse, se acercó y le dio un beso muy sugestivo de buenos días. A pesar de ella misma, se encontró mirándolo varias veces. El pelo renegrido brillaba por los rayos que filtraban a través de la vidriera. Los ojos cómplices con el sol se aclaraban. Verde espejo, donde ella podía reflejarse, viéndose hermosa. Los brazos y hombros corpulentos armonizaban con sus uñas comidas y su aliento a mentol. Era un inconfundible espécimen de la raza masculina. Un macho de buena cepa.
Pascual era también un digno ejemplar, pero era otra cosa. Petiso y fornido. Unos bigotes finitos le daban un tono caricaturesco a su cara redonda y graciosa. La virilidad no era su condición más destacada.
El agua estaba a punto. Cebo mate y puso la radio de música pop. Cosas de juventud. Los juegos sugerentes que Pedro sutilmente utilizaba sin tocarla y casi sin mirarla, la hacían sentir más bonita. Deseable. A Pedro, el torso le quedaba al desnudo sobre el delantal, eso lo hacía más atractivo. Él se dirigió a la cámara frigorífica y comenzó a cortar una media res. El ruido a cuchillos y el movimiento de sus músculos le provocaron un escalofrío. Él lo notó, la miró a los ojos y ella, hipnotizada, se dejó llevar por sus instintos y se paró provocativamente cerca. Los dos respiraban el deseo del otro.
            Beatriz luchaba contra su impulso y su juramento: "no voy a mirar a ningún hombre, aunque vos no estés más conmigo".       Sin embargo la mirada de Pedro le transmitía una fuerza aterciopelada con ansías de deseo incontrolable. Ella no debía. "No debo, no puedo". Temía que Pascual desde donde estuviera se vengara sin piedad. Y le hiciera sentir el rigor de la falta de palabra.
Pedro olía a desodorante barato y pegajoso. Envolvente. "Perdona nuestros pecados". Pascual olía a Old Spice para después de afeitarse. "Pésame Dios mío, me arrepiento de todo corazón". Pedro la tomó del brazo y le susurró al oído: "dejate llevar". Beatriz cerró los ojos y se imaginó ese cuerpo desnudo, perfecto y emocionantemente armonioso. Sentía, fantaseaba y disfrutaba. "Dale, sé buenita, no seas arisca, si te morís de ganas", la voz le combinaba con la rudeza de sus modales, con los dedos de los pies, con el calor que emanaban sus palabras. Abrazos, besos en el cuello. Ella sentía vértigo y una pasión incontrolable. "¿Existirá la venganza de los muertos?" Beatriz miró hacia arriba buscando, desesperadamente, una respuesta y lo único que encontró fue carne. Carne roja, amenazante, ensangrentada. Así iba a quedar ella si se dejaba llevar por su impulso. Lo había prometido.
            "Dios mío, ¿cómo hago para aguantar? ¿La revancha será instantánea o vendrá después de un tiempo?" Volvió a mirar hacia arriba intentando pensar más fríamente. Frío congelado como esa carne muerta. Muerta, esa era la palabra. "Encontraron a una mujer muerta, asesinada por el fantasma de su marido". Ridículo. Los fantasmas no existen. "¿Y si eso es mentira?"
            "Dale muñequita, vos también tenés ganas, se te nota, vamos pa' l fondo". Pedro tenía pasión, se le reflejaba en los ojos. Energía agreste escondida detrás de miradas potentes. Pascual era diferente, a través de los anteojitos, apenas  se veían dos ojos achinados por culpa de los cachetes redondos y rosados.  "No debo, no puedo", se repetía Beatriz; sin embargo, su cuerpo acompañaba el paso de Pedro, quien la llevaba hacia la piecita. A su marido nunca le gustó ese lugar. "No hace falta tener eso abierto, incita al tentación". Ella ardía de lujuria, moría por ese capricho, se dejaba matar por deseo. "¿Valía la pena?" Qué mala costumbre que había adquirido, para todo titubeaba. Antes no.
            Pedro era un delirio de sensaciones. Caricias y juegos escandalosos. "Mi princesa", escuchó una voz opaca. Su marido la llamaba siempre así. "Mi princesa", retumbó la voz remota. ¿Había sido Pedro, quién la llamó así? Princesa vestida con sedas y gasas, princesa con perlas y descalza. Princesa de príncipes y alabanzas. "Mi princesa".
Ardor descontrolado. Dolor lacerante. Horror endemoniado. Así se sentía Beatriz. Puerca. Estaba medio desvestida sobre la cama de la pieza del fondo cuando vio que Pedro se le acercaba. "Perdóname, Dios mío me arrepiento de todo corazón"...
            - Eh, doña, terminé. ¿Quiere que barra la vereda o limpie los vidrios?        Sólo atinó a taparse el corpiño blanco con flores celeste que le habían regalado para Navidad. Sonrió, miró la foto de su marido, quien (según ella), le estaba guiñando un ojo. Cómplice otra vez de su cobardía. Obediente y reprimida como él siempre la quiso.   
            - Hacé lo que quieras, Pedro. La vereda o los vidrios... Lo que quieras- fueron las únicas palabras que pudo pronunciar.

Yo también

            Un cigarrillo colgado de mis labios y un perfume. Ese perfume. La lluvia sólo logra que te extrañe más. Apenas me dejaste, cerré los ojos y antes de que las sensaciones desaparecieran de mi cuerpo, intenté guardarlas en mí intactas. Sabía que no iba a durar mucho, éramos lo que suelen llamar un encuentro prohibido, equivocado. Único.
Tus dedos largos y ágiles recorrieron mis formas una y otra vez, enloqueciendo mis instintos más ocultos, ignorados. Más, más. No me reconocía suplicando no te detengas, quiero conocerme, descubrir los secretos salvajes, dormidos todos estos años.
Mujer recatada, ciudadana honorífica, estudiante perfecta. Amante de cuarta, hasta que te vi frente a mí, en el subte. Siempre pensé que en ese lugar oscuro, bajo tierra, convivían espíritus defectuosos. El calor agobiante hacía que tu frente estuviera húmeda, igual que mis entrepiernas, sólo por mirarte. No distinguía nada. Tus ojos color hierba, tus manos. Desabrochaste tu camisa y me invitaste, sin hablar, a que te siguiera. Recorrimos el andén, subimos las escaleras. Ni siquiera pude reaccionar al impacto del sol sobre el asfalto. Te seguí. Ardía.
El olor a frito del bar y la suciedad no me hicieron frenar. Llegamos a un amplio salón deshabitado y a los baños. El olor a desinfectante barato me dio una arcada. No podía descomponerme, quería terminar. Otra puerta, la abriste, me tomaste de la mano.
Parada, enfrenté tu mirada, eras tan especial. No me acuerdo quién le sacó la ropa primero a quién. Ese cuarto oscuro. Latas, cajones, frascos grasientos.
Me besaste lentamente, usando tu lengua me enloqueciste. No sabía qué hacer, me sentía una inexperta ante tanto talento. Casi sin espacio. Mi manía de la perfección se había disuelto y mi vergüenza temo si algún día existió.
Calor sofocante. Escándalo. Ritual esotérico, culpas escondidas. Ritmo deseado, respiración acompasada, orgasmo infinito.
Te escuché decir, sos divina.
Te ví vestirte y cerrar la puerta.
Me quedé sola entre olores nauseabundos. Desprotegida y extasiada. Me vestí lentamente, vi mi rostro en el espejo manchado. Me maquillé. Rouge, rimmel. Damas.
Lo único que me dijiste fue tu nombre.
Yo también me llamo María.