Levantó los
brazos, deslizó su enagua de seda, la que delineó su figura.
La suavidad
se deslizó por sus muslos.
Descalza, se
dejó llevar por la música que sonaba, aparentemente, no muy lejos de ahí.
Abandonó su
cuerpo para ser solo danza.
Inevitablemente,
pensó en él. Lo invitaría a unirse a la melodía hasta dejarse atrapar.
Apenas lo
percibía. No tenía rostro. Era un él, sin nombre. Un él, desconocido.
Era su
ferviente deseo, de un él real, verdadero.
Él para ella
y ella para él. Dos rotos en armonía.
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