“Mi alma está hecha
de luz y tinieblas. No sabe de brumas”
Victoria Ocampo
Suplicó
una señal. Encontró un hueco.
El
silencio la atornillaba a sus pensamientos más oscuros, doblegando su voluntad
a un sofá derruido. El trueno hizo temblar la estantería de las copas de
cristal. Sucia. Patética. Postergada por ella misma. Razonaba lo acontecido,
una y otra vez. Setecientas veces siete. Hasta que la distraían las voces de la
calle o el ladrido del perro del vecino. La exasperaban. Solitariamente
vagabunda en sus cuatro paredes.
Sin
escapatoria.
Todo
había comenzado un lunes feriado, a la tarde, la ciudad dormía la siesta. El
gris del cielo desparramaba somnolencia. Ella caminaba, distraída, acumulando
esperanzas. Estaba convencida de que algo sucedería que le cambiaría la vida,
se lo había adivinado una gitana. En una esquina típica del centro porteño
había un bar con sus mesas en la vereda. Lo vio, desde lejos, morocho, piel
bronceada por sus antepasados, artista callejero. Envolvía a los transeúntes
con su melodía. Tocaba el bandoneón. No le pegaba el instrumento con su imagen.
Ella eligió la mesa más cerca para observarlo sin interrupciones. Pero, al poco
tiempo, no pasó desapercibida su mirada elocuente, él se le acercó.
Le
regaló dos sonrisas y una flor de papel.
La
tarde se oscureció con la noche, él se retiró de escena. Ella se encontró vacía.
Pero no se desanimó. Sabía que era él quien llenaría sus páginas de palabras
amorosas y su cama de sexo enternecedor. Debería volver a encontrarlo para
confirmar lo que ya estaba escrito. Su historia de amor.
Domingo,
mediodía de feria, los artesanos estaban armando sus puestos, para comenzar las
ventas. Estampas de un día soleado. Ella, entrecruzaba miradas sin ver. Compró
un jugo de naranja, hacía calor. Y, se sentó en el cordón de la vereda, sin
saber qué hacer después. Un sonido, a lo lejos, la estremeció. Era él que se
acercaba con su bandoneón. Se paró frente a ella.
Él le
regaló dos sonrisas y una flor de papel.
Con
el tumulto de gente, él se fue sin que ella lo viera.
Ella
quedó vacía, sin historia. Sin embargo convencida de que era él lo buscó por
todos los rincones de la bendita metrópoli. Lo descubrió tocando en el andén de
la terminal de ómnibus. Se acercó puso un billete en su gorra.
Él
le regaló dos sonrisas y una flor de papel.
Falsificado.
Falso. Encuadres. Caramelos encantados. Ilusiones prófugas. Acantilados
propios. Azúcar. Enjambre. Malversación de emociones. Jugos. Distinción.
Dimensión. Descarrilada. Enmarcada. Distorsionada. Enjaulada. Entibiada. Fría.
Atravesada. Dulces acribillados.
El
canasto estaba abierto, tenía unas frutas podridas, se las había olvidado.
Ruidos
indecentes se filtraban por la ventana de la vecina del fondo. La mareaban.
Quería descubrirse ahí, entre sábanas, con él. Enroscada en esa aventura
escrita para ellos. ¿O, simplemente, escrita por ella?
En
el departamento no había nadie. El olor traspasaba el pasillo. Entraron
forzando la puerta, en la cama solo había cuatro sonrisas y dos flores.
“Mátame, espléndido
y sombrío amor, si ves perderse en mi alma la esperanza”
Silvina Ocampo